El 27 de septiembre celebramos el día en que a una tal Helena, emperadora, reina o santa, mujer o madre de Constantino el Grande (las fuentes no lo tienen muy claro), le dio por soñar que el humo de una hoguera la llevaría hasta la cruz donde Jesucristo fue crucificado. Bueno, en realidad se celebra el descubrimiento de la susodicha. Si a Machado le hubiera dado tiempo a nacer le hubiera dicho aquello de:
– ¿Mi cruz?
– No, La Cruz. La tuya guárdatela y ven conmigo a buscarla.
Y la encontró (milagro, milagro). Así que nosotros, a celebrar, que no me sé los detalles de la historia pero seguro que su trabajo le costaría, y más con tanta humareda. Además, este festival se celebra desde hace más de 1.600 años así que donde fueres…
Parece ser que la famosa cruz se encuentra en el remoto monasterio de Gishem Mariam, en una montaña de la región de Welo. Si yo fuera ellos hubiera hecho de este monasterio un lugar de peregrinación y ya tendría el negocio montado. Que estas cosas siempre dan buen resultado. Y, si no, que se lo pregunten a Lurdes o Santiago de Compostela. Aunque igual me estoy haciendo la listilla y ya tienen la cruz más que explotada.
Sin embargo, lo mejor de este festival es que después de Meskel (que literalmente significa “cruz” en amárico) se acabaron las lluvias (¡yupi!). Yo tenía mis dudas, sobre todo porque el mismo día 27 no paró de llover en todo el día, no sé si con premeditación pero sin duda con ensañamiento. Yo le decía a la gente bromeando que llovía tanto porque había que deshacerse de todas las lluvias antes del día 28 y, como este año no ha llovido como otros, pues había que ponerse al día a última hora. Lo gracioso es que el día 28 amaneció con un sol espléndido que aún no ha dejado de brillar. Por la noche sigue haciendo frío, pero no tanto.
Yo tenía muchas ganas de ver este festival, sobre todo porque me habían asegurado que Meskel, junto con Timkat en enero, son los dos festivales etíopes que más merecen la pena. Pero como este país está lleno de imprevistos, desgraciadamente no pude disfrutarlo como me hubiera gustado. Llovió tanto durante el día que no se podía salir de casa. Cuando por fin amainó un poco decidimos aventurarnos hacia la plaza de Meskel. De camino hacia allí la lluvia volvió al ataque así que tuvimos que refugiarnos en un bar, donde pudimos ver parte de la ceremonia en la tele. Estaba claro que nada ni nadie les iba estropear el festival, así que allí estaba todo el mundo con su paraguas, aguantando el chaparrón, y nunca mejor dicho. Cuando la lluvia volvió a darnos tregua reanudamos nuestra marcha. Sin embargo, para cuando llegamos a nuestro destino se había hecho tan tarde que resultó imposible hacerse sitio entre la multitud para atisbar lo que estaba pasando en la plaza. Tras esperar algo más de una hora a que cambiara nuestra suerte, decidimos tirar la toalla e ir a cenar.
Por la noche habíamos planeado ir al hotel Ghion, donde habría una espectáculo de bailes y cantes típicos. Allí que nos acercamos después de la cena para acto seguido darnos media vuelta. Cobraban muy cara la entrada y ninguno de los que íbamos estábamos dispuestos a pagar un precio tan alto. Así que con las mismas nos fuimos a casa.
De camino, ya en el coche, pude divisar algunas fiestas de barrio. La tradición manda que se celebre Meskel con hogueras a las que se les suele poner una cruz en lo alto que se decora con flores (normalmente la flor tradicional, que también se llama Meskel, de color amarillo y de la familia de las margaritas). Por la noche bendicen las hogueras antes de prenderles fuego y luego cantan y bailan alrededor de ellas.
Me recordaron a la fiesta de San Juan de mi pueblo cuando, de enana, todos los chiquillos del barrio nos pasábamos el día buscando ramas para la hoguera de por la noche. Y hasta hacíamos competiciones entre los renacuajos de los barrios vecinos a ver quién hacía la hoguera más grande. Recuerdo que un año unos vecinos, que tenían una carnicería, nos invitaron a todos a morcillas, salchichas y longanizas riquísimas que, seguramente, asamos en nuestra hoguera y nos comimos con gula y agradecimiento. Era bonito aquel sentimiento de comunidad, de pertenencia a un grupo sin identidad definida cuyo único requisito de admisión recaía en la ubicación de tu casa.
Aquella noche me quedé con las ganas de bajarme del coche e unirme a alguna de las fiestas de barrio que nos encontramos. Me hubiera gustado dejar de ser ferenji para poder unirme a sus bailes y cánticos. De repente, sentí la necesidad de volver a respirar ese sentimiento de comunidad, de felicidad compartida. Desafortunadamente, tuve que conformarme con escucharlos desde mi cama, cerca, muy cerca y, sin embargo, lejos, muy lejos… Todavía tengo gusto a arrepentimiento por no haberme separado del grupo con el que iba y haberme unido a otro con el que probablemente hubiera tenido más cosas en común, aunque no les conociera de nada.
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