Archivo de la categoría: Experiencias

Entre luces y sombras

LesLumie-resdeTyr-couvEl lunes por la mañana pones el microondas y salta el automático. Te vistes de mala gana y bajas los cuatro pisos andando para salir hasta la calle, donde está el cuadro de mandos. El miércoles por la noche enchufas el secador y salta el automático. A tientas buscas el móvil para utilizar la linterna y te vistes de mala gana para bajar los cuatro pisos andando y solucionar el problema. El sábado pones la lavadora y salta el automático. Te parece raro porque es la primera vez que pasa. No hace falta que te vistas porque ya estás vestida, así que bajas los cuatro pisos andando y subes el automático que, juguetón, se vuelve a bajar automáticamente. Lo intentas varias veces, pero el chirimbolo de plástico se te resiste. Subes los cuatro pisos andando y buscas el culpable. Desenchufas el frigorífico y vuelves a bajar los cuatro pisos andando. El automático sigue de capa caída y se niega a mantener la cabeza alta. Vuelves a subir los cuatro pisos andando y juegas a los detectives. Desenchufas el agua caliente y vuelves a bajar las escaleras cagándote en la madre que parió a esos mamones chicharreros que te están chingando la existencia**. Parece que el automático se decide a colaborar. Subes los cuatro pisos en ascensor, faltando a tus principios, y te miras la cara de mala hostia en el espejo.

Seis meses más tarde ya te has hecho amiga de la bruja avería que te ha chivado a cuántos amperios tiene derecho tu piso. Has aprendido a enchufar y desenchufar lo necesario. Ya no te sorprende quedarte a oscuras a las seis de la tarde, y esperas paciente que dentro de unos segundos, o unos minutos, el grupo electrógeno cumpla su función. A veces te sonríes pensando en los protagonistas de “Las luces de Tyr”, la historia ficticia de un grupo de niños que por la noche se vestía de superhéroes para subir los automáticos del vecindario durante la guerra civil libanesa. Y hasta te has bajado la aplicación del móvil que te avisa de a qué hora cortarán la electricidad ese día para poder hacer tus cálculos y asegurarte de que tu compañera de piso no se ha vuelto a dejar el microondas enchufado. Qué orgulloso está el gobierno de esta aplicación, bromea una amiga. Ya podían hacer una para avisar cuándo pondrán la próxima bomba. Y me río con ganas aunque en seis meses todavía no me haya acostumbrado a ellas.

- Lo que yo te diga, Mohammed, sólo hay que organizarse. Es una verdadera misión para salvar el Líbano, le gente no tiene por qué bajar y subir la seis pisos en plena noche. En cuanto haya un corte de electricidad, nosotros estaremos preparados para restaurar la energía.  ¿Entiendes? - Creo que sí…

– Lo que yo te diga, Mohammed, sólo hay que organizarse.
Es una verdadera misión para salvar el Líbano, le gente no tiene por qué bajar y subir seis pisos en plena noche.
En cuanto haya un corte de electricidad, nosotros estaremos preparados para restaurar la energía.
¿Entiendes?
– Creo que sí…

¡Feliz 2014!

** Albert Pla

El dilema de mi amiga Bernarda

BisexualidadMi amiga Bernarda en realidad no se llama Bernarda; aunque eso ahora carece de importancia. Mi amiga Bernarda es libanesa, lleva hijab y se identifica como bisexual. El hermano de mi amiga Bernarda es homosexual. Ella lo sabe aunque él no se lo haya dicho. El hermano de mi amiga Bernarda sabe que su hermana es bisexual. El lo sabe aunque ella nunca se lo haya dicho. Los padres de mi amiga Bernarda no saben nada de nada porque nunca nadie se lo ha confesado. Mi amiga Bernarda está enamorada de una mujer desde hace varios años y prometida con un hombre desde hace pocos meses. Mi amiga Bernarda quiere casarse y tener hijos, pero no quiere renunciar a su novia. Mi amiga Bernarda pretende que su novia acepte la situación. Mi amiga Bernarda me pide opinión. Le digo que si se casa, tarde o temprano, tendrá que elegir. Que es una egoísta. Que no tiene derecho a pedirle a nadie algo así. Los bisexual1ojos de mi amiga Bernarda se llenan de lágrimas y me ruega que no la llame egoísta. No entiende por qué no puede tenerlo todo. Por qué su novia está deprimida y no quiere verla. Mi amiga Bernarda dice que no puede concebir la vida sin ella. Que su novia es la razón de su existencia. Pero que quiere casarse y tener hijos. Mi amiga Bernarda también está deprimida. Me lo confiesa entre risas y lágrimas que no van a ninguna parte, mientras me suplica que hable con su novia para convencerla de seguir con ella cuando mi amiga Bernarda se case dentro de unos meses.

Pero yo no puedo.

No puedo pedirle a nadie que haga algo que yo misma no estaría dispuesta a hacer.

Y  me guardo debajo de la lengua las ganas de explorar las posibles soluciones que tendría su problema.

Para no hacerla llorar.

(c) Fotos cortesía de la web

Yo quería hablaros de la playa, no de muertos

Hoy quería hablaros de playas, pero los muertos me persiguen. Quería hablaros del color de las olas y las risas de los bañistas, pero los gritos de dolor son más fuertes.  Quería hablaros de los que se echan vaselina para broncearse, no de familias rotas.

En poco más de una semana casi 100 personas han perdido la vida en el Líbano. Primero la semana pasada, en un atentado al sur de Beirut, en zona controlada por Hezbolá (chiítas), y ayer viernes en Trípoli, dos bombas explotaron con menos de dos minutos de diferencia cerca de dos mezquitas sunitas. Entre una y otras, 4 cohetes fueron lanzados desde el sur del Líbano a Israel, que respondía al día siguiente bombardeando un edificio palestino. Las medidas de seguridad se han acentuado, incluyendo la multiplicación de puntos de seguridad que hace muy pesado desplazarse a ciertas zonas.

Ayer el barrio de Hamra (uno de los sitios de copas de Beirut) estaba desalmado. La gente tiene miedo. Las heridas de las distintas guerras y conflictos están aún por cicatrizar. Quince años de guerra civil (1975-1990); los 16 días de 2006 que duró el pulso entre Hezbolá e Israel durante la operación «uvas de la ira», unos lanzando cohetes y otros bombardeando; el conflicto en 2007 de Nahr al-Bared, campo de refugiados palestinos, donde se libró la batalla entre la armada libanesa y el grupo Fatah al-Islam (sunitas). Más los atentados que han ido carcomiendo la esperanza de muchos, como el asesinato de Rafik Hariri (primer ministro del país) en el 2005.

Beirut

La opinión internacional está ocupada con el uso de armas químicas en Siria (cuya veracidad ha sido confirmada hace un rato por MSF), que se disputa los titulares con las protestas a favor de los Hermanos Musulmanes en Egipto. Mientras tanto, analistas libaneses hablan de guerra civil. Dicen que lo que pasó ayer en Trípoli les recuerda el principio de aquellos años negros. Ojalá se equivoquen.

Para una extranjera como yo, es fácil mantenerse al margen de la polarización social que caracteriza a este país, los elementos desestabilizadores e intereses financiados por oportunistas extranjeros (Irán, Qatar, Arabia Saudí, Israel), o la política que apenas entiendo. Sólo tengo que dejar de leer y hacer preguntas (de hecho, hay mucha información que no me llega por no hablar árabe). Son muchos los que han elegido esta opción. «Hace tiempo que dejé de ver la tele», me decía una compañera de trabajo, «estoy cansada de oír siempre lo mismo». «Lo que tenga que pasar, pasará», me decía otra amiga libanesa, «yo no puedo hacer nada por evitarlo.»

Me resulta difícil mantenerme al margen de lo que aquí está pasando, aunque no entienda ni papa de política, y mucho menos de religión. Así que mientras intento deshacer esta madeja, seguiré yendo los domingos a la playa, aunque no tenga ocasión para contároslo. Pero no te preocupes, mamá, que tendré cuidado ahí fuera.

El yo que nunca fui ni espero ser

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Hace unos días recibí un mensaje de Gmail diciendo que alguien desde Japón había intentando entrar en mi cuenta de correo. Me obligaba a cambiar mi contraseña por motivos de seguridad. Estoy segura que el cotilla o la cotilla que intentó acceder a mi vida personal no se encontraba en Japón (o igual sí y por eso falló en el intento). Lo más probable es que hubiera pinchado otra dirección IP para no ser descubierto/a. Yo voto por un chino o una china, que hay muchos, odian a los japos y son tirando a listos. Aunque poco importa el quién y desde dónde.

Supongo que tener un blog personal hace difícil defender el argumento de que soy una persona privada. Y, a decir verdad, me da igual que alguien pierda el tiempo leyendo el correo que le mandé a mi hermana pidiéndole un listado de recetas, o el que recibí de Camille preguntándome qué podía traer al Líbano, o la conversación entre Chris y yo para ver cuándo podemos ponernos al día por Skype. Hasta casi casi me da igual que hubieran podido leer mis correos menos superficiales en los que hablo de mis sentimientos (increíble, pero cierto) con una de mis escasas confidentes.

Sin embargo, lo que ya me da menos igual es que el personaje en cuestión hubiera podido acceder a mi lista de contactos con nombres, direcciones, teléfonos, fechas de nacimiento… y a mi disco virtual, que tan amablemente Google pone a disposición de sus clientes de Gmail, donde hay una copia de mis títulos, pasaporte actualizado, certificado de nacimiento, y otros documentos que siempre tengo que presentar con cada nuevo contrato, y que no me gusta echar en la maleta. Por comodidad y por seguridad (!).

¿Os dais cuenta de lo fácil que es robar una identidad hoy día? ¿De todas las cosas que se pueden hacer con una identidad falsa? Como si no hubiera suficiente gente en el mundo. En el real. Y en el virtual. Todavía los hay que se dedican a crear yoes y tues nuevos. Y no sólo para mandar a todos tus contactos correos infectados de virus malolientes. Bastante tiene una con su vida como para tener que preocuparse de la vida de una misma creada e impuesta por los demás. Sobre todo si no sabes que existes ni cuál es tu circunstancia.

 

El día en que Gmail me pidió que cambiara mi contraseña me sentí muy vulnerable. Así que decidí extremar las precauciones y cambiarle también de paso la contraseña a mi corazón. Parece ser que en los últimos meses alguien había estado intentado entrar. Ver para creer.

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(c) Fotos cortesía de Internet.

Próxima estación: el Líbano

Beirut desde el cielo

Beirut desde el cielo

A veces pienso en lo cansada que estoy de pasarme la vida de aquí para allá. En cuánto me gustaría dejar las maletas en algún sitio (donde sea) para no volverlas a hacer. En sacar mis libros de las cajas donde llevan años guardados y ponerlos en una estantería de madera vieja que me recuerde los que no leí y los que nunca tuve tiempo de releer. Pienso en cómo me gustaría poder tener toda mi ropa colgada, sin restricciones de peso. En lo que a veces echo de menos vestirme como me gusta, y no como me imponen las normas sociales.

A veces pienso en lo que me aburren las conversaciones por primera vez. Responder a las mismas preguntas una y otra vez. Quedarme en lo superficial. Pienso en lo bonito que sería poder marcar un número de teléfono de un alma amiga y salir a tomar café. O limonada con menta. O hasta una cerveza. Para charlar sobre el olor a mar o el sabor del viento. O para airear nuestros pensamientos en el balcón. Estarse (sí, estarse, que sentirme ya lo hago a menudo) cerca de las personas a las que amo.

A veces.

Sólo a veces.

Beirut desde mi balcón

Beirut desde mi balcón

El resto del tiempo pienso en cuánto me gusta viajar y descubrir sitios nuevos. Sueño con cuál será mi próximo destino. Cómo será la gente allí. Si me gustará la comida del lugar. Si habrá parques. Si el trabajo me dejará tiempo para pasear. Y para leer. Y para poder escuchar lo que pienso. Si tendré una casa luminosa y una buena conexión a internet. Si habrá un lugar para mí entre tanta gente. Y entonces abro mucho los ojos mientras descubro mi barrio por primera vez. E intento acostumbrarme al ruido de las calles. Y al calor de por las noches. Y me despierto muriéndome de ganas por explorar los miles de universos que este país me ofrece; y por emprender el camino hacia el desaprendizaje. Una vez más.

¿Propinilla? No, gracias

«Perdona mi impertinencia pero si no te lo pregunto reviento… ¿Por qué no le diste una propinilla?» La pregunta me la lanzó Nieves, pero seguro que a más de uno también se le pasó por la cabeza al leer mi entrada sobre la bicicleta de madera en Ruanda. La pregunta es de todo menos impertinente, así que he decidido contestarte con una entrada, porque si no el comentario me iba a quedar muy largo.

*** Advertencia: ¡ladrillo vaaa! ***

Lo de dar dinero por dar, nunca me ha parecido muy buena idea. Creo que la persona a la que se le da dinero tiene que merecérselo de alguna manera. De lo contrario, se crearán hábitos y costumbres perjudiciales. La caridad puede hacer mucho daño, aunque nazca de las buenas intenciones. Yo le doy propina al músico que toca en la calle, o en el metro, pero no a la señora que se sienta en la Gran Vía de Madrid extendiendo la mano a los transeúntes y con un cartel que reza «soy viuda y mi marido está en paro» (verídico). Y me indigno cuando la sociedad da limosna a las personas con minusvalía, haciéndolas inútiles cuando no lo son, y no hace nada por empoderarlas e integrarlas en la sociedad, para que tengan una vida digna.

Estos niños me pidieron que les echaran una foto pero no me pidieron dinero por ello.

Estos niños me pidieron que les echaran una foto pero no me pidieron dinero por ello.

La mayoría de las veces llevamos a cabo actos de caridad sin pensar en las consecuencias (sólo en que nos sentiremos mejor haciéndolo). Tengo clavada en las pupilas la imagen de un señor al que le faltaban ambas extremidades en el centro de Addis Abeba, acostado sobre un cartón lleno de monedas. ¿Cómo había llegado hasta allí si no tenía piernas para caminar? ¿Cómo recogería aquellas monedas si le faltaban los brazos? Concluí (puede que por equivocación) que alguien tenía que haberlo llevado hasta allí y que seguramente ese alguien (o alguienes) se estaba aprovechando de su minusvalía para luego quedarse con ese dinero que a él le daban.

En los países del sur global, dar dinero (o caramelos, o bolígrafos, o lo que sea) sin motivo crea expectativas, pero sobre todo hábitos. Os lo contaba en la historia de La niña Kabalaye. ¿Alguno de vosotros le daría una propina a alguien que os mostró el camino cuando estabais perdidos? Si no lo hago en mi país, ¿por qué tengo que hacerlo cuando voy fuera? Recuerdo que una vez, en Londres, un par de japonesas me regalaron un cuaderno de notas cuando las llevé hasta la parada de autobús que andaban buscando, a pesar de mis vanos intentos por recharzarlo. Todavía me sonrío cuando lo pienso.

Estos señores me pidieron si podían hacerse una foto conmigo y nunca se ofrecieron a pagarme nada por ello.

Estos señores me pidieron si podían hacerse una foto conmigo y nunca se ofrecieron a pagarme nada por ello.

¿Le daríais una propina a alguien cuyo corte de pelo te gusta y se deja fotografiar para que luego te lo pueda hacer tu peluquero/a? ¿Y crees que la otra persona se deja fotografiar porque espera unas monedas a cambio? ¿Entonces porque tenemos tendencia a hacerlo cuando vamos de vacaciones a ciertos países? ¿Porque son pobres-pobrecitos? Lo único que conseguimos es generar en esas personas (niños y no tan niños) conductas dañinas, y que cada vez que vean a un extranjero extiendan la mano, o vayan hacia él o ella para pedirle, aunque no lo necesiten. Si te piden dinero y les dices que no, te piden un bolígrafo. El caso es pedir. Que a mí me han llegado a pedir por la calle un ordenador portátil y una cámara digital. O, si no, te piden que les hagas una foto para luego pedirte propina. Y, por desgracia, estas prácticas de dar por dar han cambiado, entre otras muchas cosa, el concepto y el motivo de las relaciones extranjero-autóctono radicalmente; rodeando su amistad, si es que surge entre los mismos, de una cortina de duda sobre la sinceridad de la misma.

Por eso no le di propina al niño, Nieves. Porque le pedimos permiso para hacerle la foto. Y porque una foto no es motivo de propina. Ni de limosna. La foto de aquí abajo la tomamos después de charlar con estos niños un rato. Le pedimos que si nos podíamos hacer una foto con ellos y accedieron gustosos. Cuando terminamos, uno de ellos nos pidió dinero, y el más mayor le dio un cachete y le dijo «¡no!». A mí me alegró ver que hay otra gente que comparte mi punto de vista. Sobre todo en un país como Ruanda, que intenta alejarse de los topicazos africanos y donde todavía se puede andar por la calle tranquila sin que los hombres te acosen ni nadie venga a pedirte dinero. No lo estropeemos. Que volver atrás sería muy complicado.

Kibuye

Nyamasheke

Ishara Beach HotelTodos se rieron cuando les dije que había pasado el fin de semana en Nyamasheke. ¡Pero si allí no hay turistas! – exclamaron. Pues por eso – respondí yo. Más risas. Mi misión aquí en Ruanda está siendo mucho más estresante de lo que esperaba. Mucho trabajo y poco tiempo, condimentado con unas cuantas frustraciones, resumen a grandes líneas mi vida laboral en estos momentos. El otro día pensaba que éste está siendo uno de los trabajos más dolorosos que he tenido nunca. Cada minuto que pasa es como un alfiler que se clava bajo las uñas. Sé que parte de la culpa la tiene el cansancio acumulado. Y por el bien de la humanidad, espero poder tomarme unas vacaciones cuando termine esta misión.Lago Kivu

Precisamente por el bien de la humanidad y mi propia salud mental, últimamente sólo quiero estar conmigo misma. Para pensar. Para ordenar todos estos sentimientos contradictorios a los que me veo obligada a hacer frente. Para relajarme. Para recordar las razones por las que haber venido hasta aquí merece la pena. Para poder escuchar lo que pienso. Para desconectar. Sobre todo para desconectar. Y Nyamasheke, un sitio que no aparece en las guías de viaje (al menos no en las que yo tengo a mano), a orillas del lago Kivu, me pareció el sitio perfecto para reunirme conmigo misma.

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Los turistas prefieren ir a Rubavu (antiguo Gisenyi, la otra cara de Goma) o Karongi (Kibuye antes del cambio de nombre). Habiendo estado en Karongi el fin de semana pasado, después de haber visitado Nyamesheke, sigo quedándome con mi primera elección. Por sus vistas al lago. Por su tranquilidad. Por su encanto. Por el paseo entre las casas de alrededor, con gusto a nostalgia. Nostalgia del Chad. Paseo que me hizo recordar lo que me estoy perdiendo (lo que me perdí en otros sitios, como Etiopia) por vivir (haber vivido) en la capital, donde el contacto con los lugareños se limita al contacto con los compañeros de trabajo. Frío. Distante. A veces hasta obligado.

Lago Kivu

Nyamasheke me regaló la ilusión de creerme en un lugar perdido en el mundo. Atardeceres donde la luz va pintando paulatinamente los campos de distintos verdes. El silencio roto de la naturaleza (pude contar hasta seis sonidos diferentes, lo que me hizo pensar en lo poco acostumbrada que estoy a agudizar el oído). Un cielo cosido de estrellas. Un lago salpicado de luces (el amanecer me chivaría que eran las barcas de los pescadores que faenaban). Un relámpago que iluminó mi cuarto y me despertó en medio de la noche, mientras una tormenta coqueteaba con mi respeto y fascinación y me impedía recuperar el sueño (¿estarían a salvo los pescadores?).

Nyamasheke

En Nyamasheke puede que no haya turistas, pero hay magia. Yo la viví.

Ruanda

La casa de los horrores

Mi primera visita a Auschwitz me dejó emocionalmente noqueada durante al menos una semana. Aunque, pensándolo bien, no fue Auschwitz, sino Birkenau (también conocido como Auschwitz II) lo que realmente me desestabilizó. Me impresionó mucho ver los hornos, las montañas de zapatos y otros objetos personales de las víctimas. Sin embargo, asomarme a las cuadras (aquello no podían ser habitaciones) donde dormían los presos, hacinados, y entrar en la misma sala donde los metían engañados para gasearlos, me produjo un efecto aterrador. Levantar la vista y ver los agujeros que me observaban discretos, agujeros que casi podían pasar desapercibidos si no se sabía que estaban allí, me produjo vértigo.

Volvería al año siguiente, para acompañar a mi pareja de por aquel entonces, a quien ni Auschwitz ni Birkenau le parecieron tan horribles como yo me había empeñado en describir. Yo volví a encontrar ambos campos de concentración espeluznantes, aunque la segunda vez el bajón no me duró más que unas horas porque iba preparada mentalmente. Después de esta experiencia, me sentía un poco aprensiva ante la idea de visitar el Centro para la Memoria del Genocidio en Kigali. No había duda de que quería ir a verlo, pero tenía miedo de cómo mi cuerpo y mi mente iban a reaccionar. Al final decidí que lo mejor era quitármelo de encima cuanto antes.

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Para mi sorpresa, visitar este centro no sería tan traumático como lo fueron Auschwitz y Birkenau en su día. Replicando un museo, la visita transcurre a través tres salas semicirculares a media luz que cuentan el antes, el durante y el después del genocidio. Las tres salas convergen en otra sala circular donde pueden verse varias esculturas de madera y muy estilizadas que exaltan la vida entre hutus y tutsis antes de la barbarie. A lo largo del recorrido pueden verse fotos de las masacres y vídeos de supervivientes que testimonian los horrores que se vivieron durante aquellos cien días de infierno. También hay historias de hutus moderados que se jugaron la vida para salvar las de sus vecinos tutsis.

Sula Karuhimbi

 

Sula Karuhimbi, viuda de 62 años en el momento de los hechos y curandera tradicional de Gitarama, escondió y protegió a 17 tutsis en su propia casa y les dio de comer de su cosecha. Sula hizo uso de su reputación de estar poseída por los malos espíritus para asustar a la milicia interhamwe y conseguir que se alejaran de su casa. “Les dije: si queréis morir, entrad en mi casa para que os traguen los malos espíritus”.

 

Al final hay una sala donde pueden verse las fotos de algunas de las víctimas. Sin embargo, a diferencia de Auschwitz (mi única referencia en este tema), donde se muestran fotos de prisioneros completamente demacrados, el Centro para la Memoria del Genocidio muestra fotos de familia, fotos pertenecientes a un pasado en el que las víctimas estaban lejos de imaginarse de qué forma morirían. Fotos llenas de esperanza. Una esperanza truncada.

La parte de arriba del centro contiene una sala donde se muestran fotos de niños (jugando, sonriendo, posando) que murieron durante el genocidio, las que se supone que fueron sus últimas palabras, lo que llevaban puesto y la forma en que murieron. Una sala adyacente cuenta la historia de otros genocidios del siglo XX a través de paneles informativos. La visita termina en los jardines que dan vida al centro, jardines llenos de símbolos, y se sale por las fosas comunes, donde hay más de 250.000 cuerpos enterrados. Yo tuve que leer varias veces la cifra para asegurarme de que no me había equivocado. Doscientos cincuenta mil. Doscientos cincuenta mil. Doscientos cincuenta mil.

A pesar de que digerí todo aquello con el ceño fruncido y la mano en la boca, aquella visita, para mi sorpresa, me transmitió una mezcla de horror y sosiego. Me da vergüenza admitirlo, pero salí con el corazón sereno. El hecho de que el gobierno ruandés cuente sólo una parte de la historia, la que se empeña en inculcar a las generaciones futuras, tampoco me produjo enojo. Como era de esperar, en ningún momento se menciona que al actual presidente del gobierno, Paul Kagame, se le acusa de haber dado la orden que derribó el avión en el que viajaba Habariyama, presidente del país en 1994, accidente que acabó con su vida y la del resto de tripulantes; hecho que, según el acuerdo general, desencadenó el genocidio. Quien cuestiona la versión oficial de los hechos hoy día se arriesga a ser acusado de revisionismo, con lo que las voces discordantes que existen suelen pronunciarse desde el exilio.

La visita no me dejó indiferente. Y las poderosas palabras que Stephen D. Smith, Director de Aegis Trust, pronunció en el 2004, palabras que pueden leerse en uno de los paneles, siguen retumbando en mi cabeza:

Superviviente del genocidio

“Si tienes que acordarte de algo, acuérdate de esto… Los nazis no mataron seis millones de judíos… Igual que las  Interahamwe[1] tampoco mataron un millón de tutsis. Mataron uno, y después otro, y después otro, y después otro… El genocidio no es un acto criminal aislado, son millones de actos criminales.”

[1] Milicias paramilitares de hutus que llevaron a cabo las matanzas

Muzungu tú, muzunga yo

“Bienvenida al país de las mil colinas y las mil sonrisas” decía mi pre-visado a pie de página. “Murakaza neza mu Rwanda”, la tarjeta de inmigración. Bienvenida o no, desde anoche soy oficialmente un muzungu (extranjero) en este país. Como hay confianza, me llamaré a mí misma muzunga.

Vistas desde la ventana de mi cuarto en Kigali

Vistas desde la ventana de mi cuarto en Kigali

De momento sólo puedo deciros que he llegado bien y que éstas son las vistas desde la ventana de mi habitación. Estaré de misión de trabajo en Kigali tres meses, hasta finales de mayo, y espero poder hacer algunos malabares para visitar algo del país. Llego en plena época de lluvias y, aunque será más difícil que en otras épocas del año, es posible viajar. Ruanda tiene mucho que ofrecer: bosques ecuatoriales, volcanes, gorilas, chimpancés, varios parques nacionales, lagos y una historia escalofriante. ¡Lo que me va a faltar es tiempo! Y probablemente equipamiento (ya estoy echando de menos mis botas de montaña que decidí dejar en tierra por razones de peso).

El país está haciendo un esfuerzo enorme para superar los acontecimientos de 1994. De entrada, las etiquetas “hutu” y “tutsi”, que no eran más que una imposición colonial, han desaparecido. Ahora todos los habitantes son ruandeses y hablar del genocidio está prohibido. Es un país muy organizado y extremadamente limpio. Repito lo que me han contado, aunque lo poco que vi anoche corrobora esta afirmación. No se pueden entrar bolsas de plástico al país (las confiscan a la llegada) y la conducción me pareció de todo menos caótica.

Espero poder ir descubriendo poco a poco tanto las ventajas como los inconvenientes de vivir en Ruanda. Sin embargo, ya me han advertido que tenga cuidado con lo que hablo y escribo porque las líneas están pinchadas y el servicio secreto ruandés está altamente profesionalizado. Formados por los israelís, no os digo más. Así que seamos discretos (aunque esta primera entrada no lo esté siendo demasiado) y evitemos abusar de las palabras que empiezan por “t”, “h” y “g” en los comentarios.Queremos informarle... Gourevitch

Si alguno está interesado en documentarse sobre este trágico episodio del país, el libro “Queremos informarle de que mañana seremos asesinados junto con nuestras familias” de Philip Gourevitch es una buena introducción. Yo lo leí hace ya algunos años pero me pareció que estaba muy buen estructurado (habla del antes, del durante y un poquito del después, aunque esta parte me supo a poco) de una manera clara y concisa (por lo menos en la versión original).

Y aquí lo dejo, de momento, que voy a ver si hago algo de compra y aprovecho las cuestas de Kigali para endurecer nalgas, que falta me hace.

Antecedentes penales

Cual ha sido mi sorpresa esta mañana cuando, al recoger el certificado de antecedentes penales que me piden para tramitar el permiso de trabajo, he visto que dos delitos manchan mi expediente. Parece ser que fui declarada en rebeldía por no comparecer en el juicio que tuvo lugar en su momento.

Se me acusa de haber roto tres corazones y de haber robado un cuarto. Yo, en un intento de hacer borrón y cuenta nueva, he alegado defensa propia en los primeros y causa de fuerza mayor en el último. La administrativa que llevaba mi caso ha abierto tanto los ojos que las cejas se le han desbordado de las gafas. «¿Está usted pidiéndome que me salte las reglas?» Me ha preguntado en Do mayor, haciéndose la ofendida.

Me pregunto si la República de Ruanda considera los crímenes pasionales razón suficiente para denegar un permiso de trabajo.

Einstein

Amor de madre

Mafaldaylasopa

– ¿Qué vas a cenar?

– Nada. No tengo hambre.

– Pues cena algo.

– Mamá, ya sabes que nunca ceno.

– Tómate aunque sea un vaso de leche.

– No me apetece.

– ¿Y un yogur?

– Que no tengo hambre.

– Son Activia. Los he comprado para ti. Yo sé que tú compras Activia. Pero aquí no hay de higo.

Risas.

– ¿Y una pieza de fruta? He comprado plátanos. Y kiwis. Que se que te gustan.

(Suspiro. Bueno, más bien, bufido)

– También hay cañas de chocolate.

– Mamá, no quiero cenar. No tengo hambre. Nunca ceno. Cada vez que vengo la misma pelea.

– ¿Y te vas a ir a la cama con el estómago vacío? Pues cena algo, mira.

– Mamá, cariño, no te lo tomes como algo personal pero te voy a ignorar.

– ¡Hay que ver qué mala pata tienes!

 

Tres minutos más tarde:

– ¿Te hago unas tostadas?

Las uvas

– ¿Y las uvas?  – me preguntaste. ¿Este año no nos comemos las uvas o qué?

Me dieron ganas de llorar. No había pensado en las uvas. Ni se me había ocurrido que quisieras comértelas. Te habías pasado toda la tarde somnoliento mientras yo alternaba la mirada entre la puerta de la habitación, tu respiración sosegada y la tele, donde ahora estaban dando uno de esos programas de fin de año horteras que no soporto. Justo en el momento en que formulaste tu pregunta los presentadores empezaron a dar las instrucciones. “Que nadie se equivoque en los cuartos” – advirtieron. Se acercaba el momento, y yo no había pensado en las malditas uvas.

– ¡Pues claro! – te contesté con una sonrisa forzada.

Las uvas. ¡Pues claro! Repetí enfadada para mis adentros. ¿Por qué íbamos a saltárnoslas este año? Ya que no estábamos celebrando la Nochevieja, por lo menos que nos comamos las uvas. A ti estas cosas te den igual, so rancia, pero a los demás les hace ilusión.

Me marché pidiendo para mis adentros que por favor les hubieran sobrado uvas de todas las que habían repartido hacía un rato. Todavía no podía creerme que hubiera estado tan baja de reflejos como para no pedirlas antes. Era como si tu dolor me hubiese anestesiado el cerebro.

Regresé a tu cuarto con el tiempo justo para levantarte la cama y erguirte. Me miraste a los ojos y te dediqué una media sonrisa. Había conseguido algunas uvas. La enfermera me las había dado con un “anda queee” cariñoso. Empezaron los cuartos. Esperamos en silencio. Sonó la primera campanada y nos metimos la primera uva en la boca. Sonó la segunda y ya no alcancé a oír el resto. Estaba demasiado concentrada en deshacerme del nudo que tenía en la garganta.

Nos felicitamos el año nuevo. Nos abrazamos. Nos besamos. A falta de champán, me bebí mis lágrimas. No quería que las vieras. Se te veía feliz. ¿Por qué no iba a estarlo yo también? Me preguntaste cuántas me había comido. Creo que te mentí. Nos acabamos las que no sobraron mientras el 2002 se desperezaba. Y ésas fueron las últimas uvas que te comiste.

reloj

¡Por un 2013 lleno de ilusión!

Me quedo

Me quedo con el olor a café recién molido, el molinillo rojo y el sabor del grano que me metía en la boca antes de molértelo. Me quedo con la bofetada que me diste aquel día en que te llamé loca de broma. Me quedo con tus calores y la imagen de tu cuerpo en bragas y sujetador mientras cocinabas con un delantal como único vestido. Me quedo con tus mejillas sonrosadas y el brillo de tus ojos. Con el tintineo de tu risa. Me quedo con tu voz incrédula cuando te llamé aquella vez desde Inglaterra y no me creíste. “¡Mentirosa! ¡Que te oigo aquí al lado!”. Me quedo con tu paciencia para seguirnos las bromas. Me quedo con el amor que nos diste. Con tu bondad. Pero también con tu machismo. Me quedo con tus rarezas. Con las escasas historias que nos contaste sobre la guerra civil. Me quedo con el dolor agudo de los meses en que el abuelo dejó de hablarme porque tú le pusiste en mi contra injustamente.

Me quedo con tu voz de agobio cuando querías hacer algo y no podías porque se te había olvidado cómo hacerlo.”¡Ay, no me acuerdo!” suspirabas. Me quedo con aquella vez que decidí sacarte a pasear. Con lo mala que te pusiste sin parar de vomitar. Me quedo con tu cara amoratada cuando te caíste intentando escapar de las garras de la silla de ruedas, y la risa triste que me entró cuando te pregunté qué te había pasado y me dijiste que te habías caído de la moto. Me quedo con tu mirada perdida. Con aquella vez que te pusimos mirando a la ventana para que cambiaras de vistas y empezaste a gritar: “¡Socorro! ¡Socorro! ¡Sacadme de aquí!” Me quedo con tu expresión de mala hostia. Porque ya no te quedaba otra. Me quedo con el sabor a hogar que me regalaste las navidades pasadas, cuando nos reuniste a todos en el hospital. Con los besos aleatoriamente repartidos.

Y me quedo tranquila porque no me quedó ni un te quiero por decirte, ni un abrazo por darte. Me quedo feliz, aunque no llegara a tiempo a tu entierro, porque sé que te fuiste sabiéndote amada. En silencio. Sin dolor. Plácidamente despacio. Me quedo tranquila, porque como no creo en el cielo te llevo en mi corazón. Pero, sobre todo, me quedo tranquila porque sé que estarás bien acompañada.

Dale un beso y un abrazo al abuelo de mi parte.

19-s: Las vacaciones

Se supone que hoy os tenía que hablar de las vacaciones que no he tenido. Lo más que tuve fue un fin de semana de cinco días al final de Ramadán que no salió tan bien como me hubiera gustado. Todavía estoy dándole vueltas a la entrada para ver cómo os engaño y os hago creer que, en realidad, mi fin de semana en Dana no estuvo tan mal. Cuando eché tres libros de lectura y el alfabeto árabe en la maleta pensé que estaba siendo un poco optimista. Me hubiera encantado equivocarme. En cuatro días (las horas de viaje no las cuento) me dio tiempo a leérmelos todos (y ninguno me gustó demasiado, todo sea dicho de paso) y aprenderme el alfabeto árabe, algunas de cuyas letras todavía se me siguen resistiendo. Quiero pensar que es porque no les echo las horas de estudio suficientes, pero seguramente es porque tengo más de tonta que de lista.

Mientras leía las entradas sobre las vacaciones de los demás y envidiaba el ingenio del algun@s, me venían algunas ideas a la cabeza:

Mi experiencia con el gerente de la casa de huéspedes en la que me alojé en Dana que, todas las santas noches de dios, venía a las horas en las que una anda ya en bragas y con las tetas besando el suelo a ofrecerme un “té de bienvenida” para colarse en mi balcón, y que consiguió sacarme de mis casillas en un tiempo récord.

Las vacaciones familiares, que eran todos los años al mismo sitio y en las mismas fechas: navidad, semana santa y verano. Cuatro horas de carretera en las que yo me quedaba frita porque, de todas formas, mi padre tenía como norma no hacer paradas, así tuvieras la vejiga a punto de estallar. Y, cuando conseguíamos que parara (“papaaa, que no me aguantooo”) había que soportar el odio en su mirada porque habíamos perdido, por lo menos, diez minutos.

Aquel día en que, después de rogarle mucho, mi padre decidió llevarnos a la sierra a ver la nieve, que no la habíamos visto nunca. No se me olvidará la cara de excitación de mi hermana pequeña durante todo el trayecto, ni la cara que se nos quedó a las tres cuando mi padre, a unos metros de la nieve, paró el coche y dio media vuelta. “Yo sólo dije que íbamos a ver la nieve, no que nos íbamos a bajar del coche”. Todavía nos partimos de risa en casa cuando nos acordamos de la anécdota, aunque en su día no nos hiciera ni pizca de gracia. Y es que mi padre, a cabrón, no le gana nadie.

– «Sabe que lo odio»

Mi viaje a la Depresión de Danakil, en Etiopía, que os tengo que contar algún día porque fue increíble. A ver si saco tiempo… y me acuerdo.

Nuestra creencia cultural de que el verano equivale a vacaciones. Exceptuando el verano pasado, en el que pasé por casa porque estaba entre contrato y contrato, yo hace años que no me pillo vacaciones en verano. Soy una insociable. Odio las multitudes. A mí me gusta ir a mi bola y que me dejen en paz. Prefiero viajar en temporada baja, aunque el tiempo no acompañe, con tal de no aguantar a los grupos organizados ni hacer cola.

Así que como no sé muy bien de qué hablaros (en realidad yo quería contaros que hoy he aprendido una palabra super chula: “sexting”, que significa mandar mensajes o fotos eróticas por sms) y tanto hablar de mi padre me ha despertado mi vena asesina, aquí os dejo una canción de Albert Pla, de su álbum Supone Fonollosa, el mejor de todos los que he escuchado suyos.

Ya te dije, Nergal, que me ibas a catear. Creo que es la primera vez que me dan un “NM” («necesita mejorar»).

PD. Esta entrada es en respuesta a la invitación de Nergal de hablar hoy, 19 de septiembre, de nuestras vacaciones, ¡cómo si no tuviéramos nada mejor que hacer jaja!

Luna, lunera…

Estaba cansada, pero aun así me había obligado a ir. Tenía pendiente “Bowling for Columbine” de Michael Moore desde que se estrenó. Además, las vistas del cine al aire libre de la Royal Film Commission no tienen desperdicio.

El documental no acababa de engancharme así que dejé que los fuegos artificiales cosquillearan mis pupilas. Acaricié las ruinas iluminadas de la Ciudadela con mis ridículas pestañas y justo cuando iba a darle otra oportunidad a la pantalla, la vi. Enorme. Besando el horizonte. Vestida de rojo tímido.

Google dice que existe una explicación científica al respecto. Yo no lo pongo en duda, aunque prefiero pensar que la luna se había puesto roja de vergüenza, por culpa de tanto guiño de desconocid@s. Si no sabéis de lo que hablo, preguntadle a Alterfines.

¿Alguien más la vio? 

Fotografía cortesía de Arturo Macias (www.artzphoto.es)

PD. Siempre se me olvida invitaros al reto de Nergal. El 19 de septiembre hay que publicar una entrada sobre nuestras vacaciones, y luego dejáis el enlace a vuestra entrada aquí.

The colours of my travels

[Siento que esta entrada sea en inglés pero para poder participar en el concurso tiene que estar escrita en este idioma y no tengo tiempo de escribirla dos veces. Me perdonáis, ¿verdad? De todas formas, siempre podéis traducirla aquí http://translate.google.es/  Winking smile]

My dear fellow blogger Madhu had been nominated for the Capture the Colour competition and left her nominations open for those who like a challenge. I told her I might take it up just for the fun of it. In the blink of an eye my name was already added to her list of nominees! No chickening out allowed, I repeated myself like a mantra, so here is a selection of five photos from my travels which capture the colours blue, green, yellow, white and red.

Blue: Kelo (Chad)

Kids were everywhere. Running around, playing football, eating mangoes, laughing, following you. They want to shake hands, touch your skin, have a close look at that nassarah who’s passing by. They were all gorgeous. I still miss them.

Green: road to Laguna Miramar, Chiapas (Mexico)

Not the most comfortable way of travelling but who cares! I fell in love with Chiapas all the same. Jaw-dropping scenery, welcoming people and yummie food. What else can one ask for?

Yellow: Dallol, Danakil Depression (Ethiopia)

The lowest point in the African continent and claimed to be the hottest spot on earth. It may look awesome but it smells of rotten eggs. You’ve been warned!

White: Debre Berhan Selassie church, Gondar (Ethiopia)

This orthodox priest was posing for somebody else but I was cheeky enough to steal a quick snapshot. He didn’t seem to care.

Red: Erta ‘Ale volcano, Danakil Depression (Ethiopia)

Peering into the crater of an active volcano is by far the most fascinating experience I’ve ever had. We spent hours watching the lava getting angry and calming down, hypnotised by the “big marshmallow pot”.

I’m now supposed to tag five other bloggers and link back to TravelSupermarket on Facebook or Twitter (with the tags @travelsupermkt and #capturethecolour). Like Madhu, I will leave the door open for those who would like to take part in the competition so I won’t nominate anybody. This challenge is open to everyone anyway – you don’t need to be nominated to take part. Just make sure you submit your entry by Wednesday, 29 August 2012.

If you don’t have a Facebook or Twitter account, do not fret. Simply email your entry to capturethecolour[at]travelsupermarket.com, complete with your name, address and phone number.

So, any volunteers? Come on, be a sport!

(Best of luck to those who have already taken part in this competition!)

El billete y la maleta

– ¡Que te tienes que bajar en la siguiente parada, te digo!

El tono de aquellas palabras me dolió como si me las hubieran clavado a mí.

– Este billete no es válido. Te bajas en la próxima y punto.

Le hablaban a un chico de mi edad con un español muy limitado. Su aspecto era magrebí. Su acento, francés. Ese revisor ya me había caído gordo cuando me subí al tren y no quiso ayudarme a subir la maleta al compartimento superior. De malos modos me había dicho que la pusiera al lado de la puerta, que no pasaba nada. A pesar de que la idea no me entusiasmaba, accedí resignada.

– No se puede viajar entre vagones. He dicho que no y es que no.

Suspiré, me levanté y me acerqué a ellos.

– ¿Puedo ayudarte? – le dije al chico en su idioma.

Me explicó que tenía un billete interrail y que no entendía por qué no podía viajar en este tren.

– Este tren es un Intercity – me escupió el revisor– y su billete no vale para este tipo de trenes. Ya le he dicho que se tiene que bajar en la siguiente.

– ¿Es la única solución? – le pregunté incrédula – Es pasada medianoche.

– Si no, que pague la diferencia – dijo de un bufido.

El chico me dijo que sólo llevaba francos encima.

– ¿Cuánto es?

– Quinientas pesetas.

Hay que joderse, pensé. Es capaz de dejar a este chico en un pueblo perdido a las mil y gallo, en pleno invierno, por quinientas míseras pesetas.

El revisor cogió mi dinero con cara de desaprobación, le dio al chico su justificante y se marchó con paso agrio. El chico me dio las gracias mil veces. Puede que dos mil. Tenía un acento cerrado y los ojos entrada la noche.

Llegamos a Hendaya con los primeros rayos de luz. Me levanté despacio, dolorida. Me dirigí hacia la puerta a coger mi maleta. No estaba. Miré a un lado y a otro. Igual alguien la había cambiado de sitio. No. Definitivamente se la habían llevado. ¡Mierda de revisor!

En ese momento de mala hostia y confusión apareció el chico para volver a darme las gracias. Mi desconcierto era demasiado evidente como para pasar desapercibido. Insistió en acompañarme a la comisaria, esperó paciente conmigo a que abrieran y me ayudó a poner la denuncia. Siempre sonriente.

Hicimos las presentaciones y nos despedimos. El estudiaba en Estrasburgo y yo, en Toulouse. Me estuvo llamando durante meses con una frecuencia decadente. Un día, sin darme cuenta, dejó de llamar.

Después de todo, no teníamos nada en común.

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Día Internacional de la Solidaridad

Y tú, ¿me cuentas tu historia?

De la diferencia entre el tiempo y los relojes

Si mi concepto de “distancia” se deformó tras un año en Australia, mi concepto de “tiempo” se resiste a ser desanprendido, a pesar de todas las lecciones que me dieron los chadianos. Ya decía Momo que el tiempo es algo misterioso. Yo todavía me encuentro en situaciones en las que el tiempo pasa a ser una mera adivinanza.

Me contó una amiga que, una vez, esperando en Camerún uno de tantos autobuses que no llegaban nunca a la hora prevista, o que incluso no llegaban a ninguna hora, un local le contestó, ante la queja y para desesperación de mi amiga:

“nosotros tenemos el tiempo y, vosotros, los relojes”

A mí aquella frase me divirtió mucho en su día y aún me sonrió cuando pienso en ella. Hoy puedo dar fe de que mientras “nosotros” seguimos teniendo los relojes, los cameruneses no ostentan el derecho de exclusividad sobre la propiedad del tiempo, sino que se lo disputan con varias nacionalidades, incluida la jordana.

Una compañera de trabajo me invitó a ir con ella a una excursión para hacer senderismo en Wadi al Rayan y visitar el castillo de Ajlun. Organizada a través de feisbuk, más de ochenta personas nos presentamos a la hora y el lugar convenido. El tiempo, aquella mañana, se convirtió en una masa babosa al estilo blandiblú.

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Lo primero que me llamó la atención fue que esperáramos a una chica que llegó una hora tarde (y que ni siquiera se dignó a pedir disculpas). Me resulta difícil imaginar que un grupo tan numeroso espere a una sola persona durante tanto tiempo en la cultura occidental de la que provengo. ¿Me hubieran esperado a mí también si hubiera decidido quedarme una hora más en la cama? Igual tiento a mi suerte la próxima vez.

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A pesar de que el valle al que íbamos estaba a poco más de una hora de Amán, de camino hicimos un par de paradas para repostar humus y falafel, llenarnos las mochilas de porquerías varias y empezar la sesión de fotos para el reportaje gráfico. Cuando llegamos a Wadi al Rayan, desde donde empezaríamos la caminata, ya llevábamos un par de generosas horas de retraso. Más vale tarde que nunca. Supongo.

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Tras andar durante apenas 20 minutos, al ritmo que permiten más de 80 personas con intereses diferentes, sobre todo en lo que se refiere al sitio donde poner morritos para saltar a la fama privada de feisbuk, paramos a comer en un sitio sin vistas, pero a la sombra.

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El inmerecido descanso duró más de una hora. Sin duda, era el momento más esperado el día: comida, shisha y corales sin fin. Cinco minutos después de perder el interés por todo lo que estaba sucediendo a mi alrededor, reiniciamos la caminata (¿?). A los 20 minutos nos juntaron a unos cuantos para la foto de grupo (premio al que me me localice) que se colgaría en las redes sociales (prueba irrefutable de que la excursión había efectivamente tenido lugar), y con las mismas nos subimos al autobús y emprendimos el camino hacia el castillo de Ajlun. Todavía hubo alguno que me preguntó si estaba cansada. ¿Puro sarcasmo? Tengo mis dudas.

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Llegamos al castillo una hora antes del cierre, así que nos dejaron entrar sin pagar. Supongo que da pereza cobrar entrada a más de 80 visitantes que te llegan de pronto y a última hora, sobre todo teniendo en cuenta que, siendo viernes, el castillo estaba a rebosar de “domingueros” (¿cómo se llaman a los domingueros del viernes?), con lo que el de la taquilla debió haber estado más bien ocupadillo durante todo el día. No hay mal que por bien no venga (ante todo, mentalidad positiva).

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Impresionante ejemplo de arquitectura islámica, a mis compañeros de excursión parecía importarles bien poco si este castillo fue construido para controlar las minas de plata de Ajlun, si con él se dominaban las tres rutas principales hacia el Valle del Jordán o si servía para proteger las vías de comunicación entre Jordania y Siria. Lo importante era seguir documentando el día gráficamente y con media hora les sobraba.

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De vuelta a Amán hicimos ochocientas paradas, de las cuales setecientas noventa y nueve no entendí, y una para comprar lebnahy yogur en un lugar donde supuestamente lo hacen muy bueno y es barato. Llegamos a Amán entrada la noche y yo no pude evitar alegrarme de no llevar reloj desde hace ya algunos años.

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La niña Kabalaye

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Al principio no sabía si la niña Kabalaye era niño o niña. Como me moría de curiosidad, un día tuve la desfachatez de levantarle la camiseta que le llegaba hasta los tobillos. Ella salió corriendo. Al día siguiente, volvió a venir a mi encuentro. Como había hecho desde mi llegada. Como haría hasta el día antes de mi partida. Día tras día, durante un año, nuestros caminos se cruzarían dos veces por la mañana y dos por la tarde. A la ida, y a la vuelta del trabajo. Siempre a la misma altura.

Entrada al obispado

A veces venía sola. A veces, acompañada de otros niños. Siempre me enseñaba la diminuta palma de su mano izquierda, y con el índice de la derecha se daba pequeños toques en el centro mientras pedía “bonbon, bonbon”. Yo le chocaba los cinco y ella se echaba a reír. Siempre el mismo ritual. Cuatro veces al día, cinco días a la semana. Gran ejemplo de perseverancia.

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Un día, el día de mi cumpleaños, decidí que le daría un “bonbon”. Desde la distancia escuché su canto. “Bonbon, bonbon, bonbon”. Cada vez más cerca. Hasta que, por fin, nos encontramos en el mismo punto de todos los días. La niña Kabalaye llevó a cabo su protocolo particular, me pregunto si con la esperanza de recibir algo a cambio o si lo hacía simplemente llevada por la costumbre. Otros dos niños, menos asiduos a la hora y el lugar, no tardarían en reunirse con nosotras. Me metí la mano en el bolsillo y mis dedos contaron tres caramelos.

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Como si temiera ser descubierta en una situación embarazosa, me apresuré a repartirlos entre ella y los otros dos niños. Con un gesto que pretendía ganarme su complicidad, me llevé el dedo índice a los labios, rogándole silencio. Pero antes de poder acabar una frase en un idioma que de todas formas la niña Kabalaye no entendía, ella salió corriendo en dirección al poblado, agitando el caramelo al aire como si de un trofeo se tratara y gritando “bonbon, bonbon, bonbon, bonbon” a los cuatro vientos. Justo antes de cruzar la puerta del trabajo, unos metros más adelante, pude escuchar una avalancha de niños que venían pidiéndome “bonbon, bonbon” a gritos. Les di la espalda, avergonzada, y me metí en mi despacho.

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La niña Kabalaye siguió viniendo a mi encuentro cuatro veces al día, cinco días a la semana. Me enseñaba la palma de la mano y con el índice de la otra se señalaba el centro. “Bonbon, bonbon”. Yo le chocaba los cinco. Como siempre. Como había hecho hasta el día de mi cumpleaños. Como seguí haciendo después. Ella me respondía siempre con su risa juguetona y una mirada divertida. Sin embargo, a mí, el día de mi cumpleaños me dejó un gusto agrio que dura ya varios años. Ahora ya sé a qué sabe crear falsas esperanzas. A huevo podrido.

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La mañana de mi partida le tenía reservada una sorpresa: un balón diminuto de los muchos que habíamos recibido en un contenedor llegado de España y que empezaban a colorear las calles de Laï. Quería dejarle un regalo. Quería limpiar mi conciencia. Pero esa mañana, ella no apareció. Mis ojos la buscaron en vano entre los abrazos y besos de aquéllos que habían venido a despedirme. Supongo que la despisté. Yo no debería haber estado allí hasta dos horas más tarde.

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Le dejé el recado a una amiga. Le expliqué bien a quién quería que le diera el balón. Ella me aseguró que podía irme tranquila, que sabía de quién se trataba. Poco importaba si la niña Kabalaye no sabía quién se lo enviaba, o si pensaba que venía de la persona equivocada. Yo sólo quería dejarle algo un poco menos perecedero que un caramelo. Para sentirme cerca de ella cuando estuviera lejos. Para quitarme el gusto a huevo podrido.

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Meses más tarde, mi amiga me contó que, cuando le dio el balón, la niña Kabalaye se puso a dar saltos de alegría y a besarlo durante un buen rato. A mí se me saltaron las lágrimas, un poco por la emoción y otro poco por no haber podido estar allí para presenciar el momento. Me consolé pensando que unas semanas antes de decir adiós al rincón chadiano que me había adoptado durante un año, había tenido la desvergüenza de robarle una foto a la niña Kabalaye. A mi niña Kabalaye.

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Tardé más de un año en atreverme a preguntar por ella. Me daba miedo conocer la respuesta. ¡Tantos niños se habían quedado en el camino durante los doce meses que viví en Laï! Un día, por fin, me armé de valor y pregunté desde la distancia con el corazón chiquitito. Hubo un momento de reflexión al otro lado.

Nadie sabía qué había sido de ella. Sólo que un día dejaron de verla, y que no la habían echado de menos, ni de más, hasta que yo se la recordé.

La niña sin nombre. Mi niña Kabalaye.

21. Atardecer en el rio Logona

Día internacional de África

Mi primera vez

IMG_5200Ocurrió en las fiestas de Las Rozas. Yo tenía quince años y mucho frío. Lo hicimos en el aseo, a la vista de todo el mundo. No nos conocíamos. Si nos habíamos visto antes, lo olvidé. No hubo atracción física ni palabras. Sólo un cruce de miradas hambrientas. Nuestros labios se sonrieron, cómplices, y mi cuerpo, seguro de sí mismo, le dijo que “adelante”. Yo lo estaba deseando. Ella, no podía aguantar más. Se acercó a mí con pasos pequeños pero ligeros. Se detuvo un instante y, sin dudarlo, eligió la rosa más bonita de todas las que llevaba para vender y, en agradecimiento, me la regaló. Nunca más la he vuelto a ver.

Y tu “primera vez”, ¿cómo fue?